Cuando la llama del amor se apagó definitivamente entre él y su esposa, Masayuki Ozaki tomó una insólita decisión para llenar su vacío. Compró una muñeca de silicona que se convirtió, asegura, en el amor de su vida.
Mayu, de tamaño natural y con un aspecto muy realista a pesar de su mirada vacía, comparte su cama en la casa familiar de Tokio, donde también viven su mujer y su hija adolescente.
“Después de que mi mujer diera a luz, dejamos de hacer el amor y sentí una profunda soledad”, cuenta este fisioterapeuta de 45 años.
“Cuando mi hija entendió que no era una muñeca Barbie gigante, tuvo miedo y pensó que era asqueroso, pero ahora ya es suficientemente mayor para compartir la ropa con Mayu“, explica.
“Las mujeres japonesas tienen el corazón duro”, afirma, mientras pasea a la muñeca por una playa. “Son muy egoístas. Sean cuales sean mis problemas, Mayu, ella, siempre está aquí. La quiero con locura y quiero estar siempre con ella, que me entierren con ella. Quiero llevarla al paraíso“.
Como él, muchos hombres poseen en Japón este tipo de muñecas, llamadas “rabu doru” (muñeca de amor), sobre todo viudos y discapacitados, y no las ven como simples objetos sexuales sino como seres con alma. Como en la película Lars y la chica de verdad, en la que el protagonista se enamora de una muñeca y la presenta como su novia.
“Mi corazón late a mil por hora cuando vuelvo a casa con Saori”, asegura Senji Nakajima, de 62 de años, mientras se va de picnic con su compañera de silicona